The Wire: La historia de nunca acabar. Así son las cosas y así se las hemos contado

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La recomendación de este fin de semana es la serie The Wire. Quizás no tan conocida como otras series populares en la actualidad, pero cargada de un contenido social fuerte y completamente realista con respecto a la situación en Baltimore, la ciudad donde se desarrolla. De hecho mucho de los personajes son sujetos que hacen esas mismas funciones en la vida real.

Siempre he dicho que, tras acabar el instituto, y antes de empezar la Universidad, todos los estudiantes, junto con la Selectividad, deberían estar obligados, además, a hacer dos cosas: 1) escuchar entera la discografía de La Polla Records y 2) ver The Wire. Ambos documentos suponen una excelente explicación a modo introductorio de cómo funciona el mundo, de en qué tipo de sociedad vivimos y cuáles son las leyes que imperan en ella. Quizá llegue el día en el que, desde estas páginas, hablemos del mítico grupo capitaneado por Evaristo, pero hoy toca hablar de The Wire, una serie emitida en su día por la HBO que, al igual que ya hiciera Los Soprano, vino a reafirmar que la caja tonta ya no era tan tonta, y que de ella todavía se podían sacar auténticas obras de arte. Así, la primera década del siglo XXI venía a dejar bien claro que el buen audiovisual iba a ir abandonando paulatinamente las salas de cine para instalarse en las pequeñas pantallas de millones de salones en todo el mundo. Además de las mencionadas Los Soprano y The Wire, series tan exitosas como Perdidos, Breaking Bad o Mad Men salían a la luz, haciendo que se pudiese llegar a hablar de "época dorada" de las series de televisión. Época dorada que, tal y como podemos ver hoy en día con series como True detective, Juego de Tronos o Boardwalk Empire, parece que va a seguir alargándose durante esta segunda década de siglo.

La serie The Wire se debe a la cabeza de David Simon, un escritor y periodista de la crónica negra de Baltimore que, basándose en las experiencias de su amigo Ed Burns, policía de la ciudad, realiza un tan sincero como sorprendente retrato de la sociedad de allí, de sus gentes, de sus políticos, de sus barrios. The Wire, podría decirse, constituye casi un documental acerca de la ciudad de Baltimore, y sus creadores vienen a decirnos algo así como "esto es Baltimore, y aquí las cosas son así". De esta forma, desde el momento en que empieza el capítulo 1 y durante sesenta apasionantes horas repartidas en cinco temporadas, el espectador es forzado a introducirse en la crudeza de Baltimore, en sus suburbios, para hacerle testigo de la realidad envuelta en drogas, miseria, contraste y corrupción que allí se vive. El realismo de The Wire llega a tal término que, muchos de los casos que nos presenta están basados en historias reales, con las que el co-productor Ed Burns tuvo que enfrentarse cuando trabajaba de policía en Baltimore. De hecho, algunos de los actores que interpretan papeles secundarios de gángsters no hacen sino interpretarse a sí mismos, puesto que realmente están metidos en "el juego" del narcotráfico.

Si no fuese porque es ligeramente desconocida, The Wire quedaría para la posteridad a la altura de auténticas obras de arte cinematográfico como El Padrino porque, al igual que la película de Coppola, la serie creada por David Simon resulta ser una magistral explicación de cómo funciona la sociedad hoy en día; y porque, también al igual que la película de Coppola, The Wire aporta en cada uno de sus episodios auténtica filosofía de vida. The Wire habla del mundo del narcotráfico, y de cómo éste se relaciona con las instituciones del Estado a través de una interminable cadena de mando en la que parece que las personas honradas y honestas brillan por su ausencia. Ése es, de hecho, uno de los más grandes méritos de la serie: el bien y el mal no existen de por sí, uno no tiene sentido sin el otro, se complementan mutuamente y, del mismo modo que "los malos" tienen cosas buenas, "los buenos" también tienen cosas muy malas. The Wire no es maniquea en un sentido ni en otro, ofrece ambas perspectivas (la de la policía y la de los narcotraficantes) con una nitidez y una claridad que asusta, para permitirle al espectador comprobar cómo dichos mundos, que en un principio pueden parecer antagónicos, tienen en común más de lo que parece: en su modo de funcionar, en su ideología y en su filosofía. Así, que existe una jerarquía a respetar y una cadena de mando que conviene no saltarse, lo saben tan bien los policías como los gángsters, y también los políticos y en general todas y cada una de las personas que hacemos funcionar el mundo. Un mundo jerarquizado, que nos promete el oro y el moro ascenso tras ascenso, que nos educa para ser hombres de negocios, legales o ilegales, pero negocios al fin y al cabo, porque de algo tenemos que vivir, y hemos de aceptar un papel que desempeñar en esta tragicomedia a la que llaman vida.

Hay que reconocerlo: The Wire es una serie difícil, lenta, con la que cuesta encariñarse y a la que uno tarda en cogerle el punto. Yo incluso me llegué a plantear, tras haber finiquitado la primera temporada, si la serie no estaría sobrevalorada en exceso. Luego llegó la segunda temporada, y descubrí que para nada era así, porque lo que ví en ella me tocó tanto y me enganchó de tal manera que las siguientes tres temporadas me las ventilé como un trago de agua. Es entonces cuando uno cae en la cuenta de que parte de la brillantez de The Wire reside en su sutileza. El guión es condenadamente sutil, muy cinematográfico, con infinidad de indirectas y que requiere en muchas ocasiones seis sentidos para poder seguirlo, hasta el punto de llegar a pensar que no está sucediendo nada, pero lo cierto es que sí está sucediendo, y mucho.

A simple vista todo parece indicar que el protagonista de la serie es Jimmy McNulty, un detective de homicidios putero y alcohólico, antihéroe posmoderno y una de las caras visibles de la obra de David Simon. Pero a medida que los 60 capítulos de la serie se van sucediendo y se sigue tirando del hilo, vamos descubriendo toda una suerte de tramas entrelazas entre sí, inmensamente amplias, y en las que encontramos tal cantidad y variedad de personajes, a cada cual más atractivo, que llegamos incluso a dudar de nosotros mismos: ¿seremos capaces de retener tanta información? Personajes como Omar Little, Stringer Bell, Lester Freamon, Joe Propuestas, Marlo Stanfield, Chris y Snoop, y un larguísimo etcétera aportan tal atractivo y colorido a la trama de The Wire que podría llegar a decirse que todos y cada uno de ellos tienen su propio protagonismo.

No puede dejar de reconocerse el genial paralelismo que los creadores de The Wire establecen entre los distintos roles sociales que pueden desarrollarse en el Baltimore que ellos retratan. Vemos así cómo apenas existen diferencias entre ser policía y ser profesor en Baltimore, entre "tener una esquina" desde la que traficar con droga y tener un pequeño negocio desde el que vender alimentos, entre organizar a tus hombres de la redacción para que vayan a cubrir una noticia y organizar a los hombres de tu unidad para que vayan a por el capo de turno, entre ser gángster y ser empresario. La misma ley y el mismo patrón son los que operan siempre en Baltimore.

En tanto que espectadores, vamos sumergiéndonos poco a poco en la historia que los creadores de The Wire quieren contarnos, para ir descubriendo que dicha historia es, ni más ni menos, que la nuestra propia, la de nuestra sociedad, en Baltimore o en Madrid, en Maryland o en España; para ir descubriendo y llegando a la conclusión de que la corrupción, el crimen a gran escala, el dinero, el ansia de poder, la droga, etc., han estado ahí siempre, lo siguen estando y, probablemente, siempre lo estarán de alguna u otra forma. Porque, nos guste o no, son ésas las cosas que definen la sociedad, nuestra sociedad, y lo que, por lo tanto, nos da una identidad a nosotros mismos, nos permite reconocernos y saber quiénes somos, qué papel desempeñamos aquí. Es por eso que a The Wire no puede colgársele al final el letrero de "The End", porque es una historia que aún a día de hoy se sigue escribiendo, en cada esquina de un barrio marginal, en cada despacho del director de un periódico, en el consejo de administración de tal o cual empresa, en cada colegio y, por supuesto, en cada comisaría.

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