La crisis de los refugiados, a través de la mirada de un niño.

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Mi nombre es Mohamed Aldaham, tengo nueve años y he visto morir a mi hermanito y mi padre. Nací a las afueras de Damasco, en un pequeño pueblo sin importancia. Allí vivía en una casa baja junto a mi familia y dos vecinos agricultores. Pero llegó la guerra, y tuvimos que abandonar nuestra casa, nuestra vida y embarcarnos hacia Europa. Mi historia es otra más, como la de cualquier otro "refugee", aunque yo todavía estoy vivo.

Todo comenzó hace unos meses. Recuerdo que veía por las noticias como los rebeldes del Daesh se acercaban a Damasco y que tomaban las algunas ciudades del país y no podíamos hacer nada. Estaba triste por eso. Llegué un jueves a la escuela, bajo el cielo tronando. Pude contar por lo menos cuatro aviones y dos golpes muy fuertes, como si se rompiera el mundo. Mi amigo Essâm me esperaba como cualquier otro día, vestido de blanco con una camiseta de su equipo de fútbol favorito, nunca se la quitaba. A mí no me gusta el futbol. Entramos a la escuela y faltaban algunos niños, se habían ido lejos. El profesor nunca nos dijo donde, pero yo sabía que era Europa, creo que lo escuché en la radio. A las doce y media me despedí de Essâm, y fui a buscar a mi hermano pequeño, que estaba ese día en casa de mi tía. Por fin llegamos a mi casa, por fin repetí una segunda y última vez.

Mi padre estaba muy preocupado, se oían gritos y a mi madre discutir. Yo no quise oírlo, me tapé los oídos. Nos explicaron que nos íbamos, que debíamos abandonar la casa, el colegio, a los vecinos y a mi tía. Al principio no lo entendí, pero luego pensé: ¡Europa! Seguro que allí nos va todo mucho mejor, aunque tendremos que aprender el idioma, bueno, claro, y no tenemos amigos... ¡pero los haremos rápido!

Varias semanas más tarde llegamos a la frontera con Turquía, dentro de un enorme grupo de gente que apenas alcanzaba la vista para verlos a todos. No conocíamos a nadie. Rápido me familiaricé con la palabra "refugees", que era como nos llamábamos desde entonces. ¡Ahí vienen los refugees! ¡Pasaporte señor Aldaham!, pase, pase. Suerte. –decían los guardias.

Mi mamá estaba cada día más triste por la salud de mi hermanito pequeño, de cuatro añitos. Tanta distancia andando nos cansaba a todos mucho, pero en especial a él. Un día pudimos almorzar en un comedor, nos dieron ropa de abrigo y un poco de comida. A partir de ahí todo fue a peor, el frío seguía subiendo y no podíamos aguantarlo. Mi hermano enfermó.

Pero no podíamos rendirnos, en unos días estaríamos en Europa y ya quedaba poco para llegar a Alemania. Nuestra sorpresa fue que miles y miles de sirios marchaban junto a nosotros, cada vez éramos más, y menos... menos porque algunos desfallecían, quedando muertos a un lado del camino bajo nuestra atenta mirada. A las cuatro o cinco semanas de enfermar, mi hermanito murió en brazos de mi madre, ocurrió de noche mientras esperábamos a reanudar la marcha por la mañana. Yo solo tengo nueve años, no debería ver morir a mi hermano de cinco.

Pero teníamos que seguir adelante, para salvarnos nosotros. Echaba de menos mi colegio y mi vida de antes, no quería alejarme más de mi casa, pero ya no había marcha atrás. Llegamos a Hungría, donde la cosa se complicó mucho. Los policías y los del uniforme de campo insultaban y molestaban a nuestro grupo, además era un poco raro, había una valla que nos separaba de ellos, nos observaban. Una noche, un par de hombres del grupo comenzaron a gritar, estaban cerca de la valla y fueron rodeados por los policías y los del uniforme, creo que les querían pegar o algo así. No me enteré muy bien, pero en pocos minutos salieron más policías y los hombres del grupo también se metieron. Mi padre en ese momento me cogió la mano, me besó la frente y fue con ellos. Yo, en un acto reflejo intenté correr tras él para seguirle, pero solo veía piernas, sombras y la valla. Detrás de mí, mi mama gritaba: ¡Mohamed! ¡No vayas hijo mío! De repente me paré, porque ya no sabía a donde correr, estaba muy confuso y me caí al suelo entre el barullo de la gente. Al abrir los ojos –todavía quitándome la arenilla del derecho– vi a mi padre. También en el suelo y con una herida en la tripa. Me levanté para ayudarle, pero uno de los guardias del uniforme de campo le pisó, le sacudió varias patadas y un par de golpes en la cabeza. Yo miraba. Seguía mirando. Mataron a mi padre a dos metros de donde yo estaba. ¿Por qué?

Esta noticia no está basada en una historia real, está basada en miles de historias reales, en todas y cada una de las vivencias de los niños y niñas sirias que ven con sus propios ojos como sus hermanos pequeños mueren de hambre, cómo sus padres son arrestados o asesinados... la historia de Mohamed es la cara escondida de la moneda, la historia de un niño al que le han arrebatado su infancia para siempre.

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