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“El altavoz de los barrios” resurge de sus cenizas

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Llegaron los años 70 del siglo pasado, y con ellos llegaron los periodos de reivindicación y lucha de los afroamericanos en Estados Unidos. Una raza liberada un siglo antes, pero no por ello aceptada socialmente: los afroamericanos eran -y aún son- discriminados públicamente y en sus trabajos, hacinados en guettos con problemas de pobreza, delincuencia y drogadicción, especialmente reprimidos por la policía y carne de las prisiones americanas. Ante esta situación, los afroamericanos decidieron organizarse: es la época de la Nación del Islam, la SCLC, el Congreso de Igualdad Racial y los famosos Panteras Negras. Una época de reivindicación de los derechos de los afroamericanos, pero también de su propia cultura.


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Es al calor de estos sucesos cuando surgen diferentes movimientos culturales y artísticos “genuinamente negros”. Frente a la industria musical de la época, donde ya se idealizaba “el sueño americano” y los ideales de riqueza y glamour, fueron ellos, jóvenes, adolescentes, influenciados por sus barrios y sus mayores, los que acabaron creando el rap, “su” música, con lo único que tenían: su imaginación, usada como hobby y para ilustrar la vida del guetto, esgrimiéndola como un arma contra el sistema que los mantenía en tales condiciones. Música con sus valores culturales, radicalmente opuestos a los de la industria musical y -en consecuencia- apartada de las listas de ventas. Música convertida en el altavoz de los barrios, en su grito amplificado de rabia y, a la par, de esperanza.

Lejos quedan ya esos tiempos. Al final la industria musical ha incorporado y reinventado la música rap, y con gran éxito. Los raperos de Estados Unidos -negros, latinos o blancos, la música nunca entendió de razas- ya no quieren ser, como reza un artículo anterior de esta sección, “trabajadores del arte”, sino generar beneficios. En 2013, el periódico francés Libération lo definía con gran acierto: “el rap se escapa de la clase trabajadora” porque los raperos quieren convertirse en “blackguesía” -término que combina “negro” (black) y “burguesía”-, con el que designaban a los artistas como Jay-Z o Kanye West que, más allá de la música, habían fundado grandes industrias musicales, empresas de ropa o incluso agencias de representación de deportistas profesionales. La industria musical ha hegemonizado culturalmente la música rap y la ha despojado de su esencia ácidamente crítica contra el sistema.

Afortunadamente, el rap, especialmente en los 80 y 90, ha logrado expandirse por el mundo, teniendo especial calado en aquellos países de Europa que experimentaron grandes olas de inmigración (Francia, Alemania o Reino Unido, por ejemplo), en Latinoamérica y, de manera más discreta, en África y Asia. Cada país tiene su propia escena, más o menos contaminada por la influencia norteamericana y por las industrias musicales nacionales, pero donde de manera más o menos intensa -y con sus particularidades- se dan en ellas corrientes de rap consciente o combativo  que mantienen aquella esencia, aquel rechazo al sistema: Francia, escena dominada por magrebíes y negros de sus antiguas colonias, aún apela a la unión de todos aquellos que viven apartados en las banlieues, mientras varios grupos y artistas míticos como NTM, La Rumeur, Sniper o Monsieur R han sufrido boicots a conciertos, juicios y penas de cárcel o inhabilitación por el contenido antiestatal, antipolicial y antifascista de sus letras; en Alemania son numerosos los turcos que rapean sobre cómo la sociedad les continúa discriminando y conduciendo a vidas delictivas; las letras que en Palestina producen artistas como Shadia Mansour o D.A.M. expresan continuamente la opresión que sufren de los colonos y soldados israelíes; En Senegal, el rap se apoya en los ritmos tradicionales para explicar temáticas sociales -pobreza, corrupción, VIH- y exigir un cambio social; en Chile artistas como Portavoz llaman abiertamente a la revolución; Venezuela, por su parte, ha conseguido una escena admirable y ejemplar por la gran cantidad de mujeres que se dedican a este género; en Grecia, el fallecido Pavlos Fyssas sólo era uno más en un panorama marcadamente anticapitalista y antifascista. Incluso en Estados Unidos aún existen intérpretes con una clara influencia marxista como Immortal Technique o Dead Prez.

Cierto es que la industrialización ha afectado notoria e irreversiblemente un género creado al margen de la industria. Sin embargo, aquella cultura -o mejor dicho, aquella “contracultura”- creada en los 70 persiste, e incluso está empezando a crecer de nuevo. Resulta satisfactorio ver cómo año tras año surgen nuevos grupos y artistas en todas partes del mundo que vuelven a hacer del rap ese instrumento que antaño fue para la expresión de los barrios, la concienciación de la clase obrera y la crítica social continua. Corresponde a estos nuevos “trabajadores del arte” seguir plasmando la realidad y su correspondiente crítica en cada nuevo trabajo. Porque la música no hace la revolución,  pero bien usada puede ayudar a despertar la conciencia revolucionaria de las masas.

(Pincha en la imagen para repoducir el vídeo)


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